Confluencias. Diversos aportes para centrar la obra en la intersección de especies musicales.
Lugrín, el cantor que rastrea los orígenes del cancionero y difunde en grupo.
Martes 13 de Diciembre de 2022
Venía sofocante la semana en la región y el jueves amaneció lloviendo, con una brisa fresca que barría el sopor. Qué alivio. La sensación fue parecida cuando abordamos “La Canción del Mundo Entrerriano”, el libro del estudioso, cantor y compositor Guille Lugrín que acaban de publicar el Movimiento de Costa a Costa y la editorial El Miércoles.
El cancionero, como la brisa del jueves, viene de lejos y el momento para apreciarlo en su conjunto llega con el aire fresco de la juventud, cuando transitamos la tercera década del siglo XXI y parece oportuno volver la mirada para avizorar lo que se viene.
Emociona la contemplación serena de lo que hemos hecho, como un reencuentro, cuando sabemos algo del corazón de una pintura de trazos finos, como nos ocurre con “Lágrimas de Madre” de José Ramón Maciel Varela. Esa maravilla quizá no esté en los medios masivos de alcance ancho y playo, pero sí en las honduras de la rueda de mate y el fogón, en las cuerdas de un Ricardo Maldonado, una Maru Figueroa, un Marcelo Varela. Hay en el estilo algo de triste y algo de alegre y este libro lo refleja bien.
“La Canción del Mundo Entrerriano” puede leerse de un tirón, es ágil, está lleno de anécdotas imperdibles, pero si lo abrazamos su lectura nos llevará años, y es que cada nombre, cada tema, cada comentario, pueden ser complementados con versos, melodías, distintas interpretaciones. Y los editores lo saben, por eso agregaron con buen tino en cada capítulo un código QR para acceder a las interpretaciones, de manera que el libro de 440 páginas se multiplica en las redes. Un hallazgo.
Cantor, compositor, Guille Lugrín alza el guitarrón y se adueña con facilidad del escenario a través de algunas coplas, algunas melodías, con la sencillez del que calza alpargatas. Eso está a la vista. Lo que no todos saben es que detrás del chamamé hay una vida puesta al servicio del cancionero regional, sus ritmos, sus intérpretes, y una especial condición para el arte en grupos, y para el mano a mano con cada artista. Esa actitud le aceitó el camino para la obra recién salida del horno, que lleva el subtítulo “Una mirada al cancionero de raíz folklórica desde el Movimiento de Costa a Costa”, como un anticipo de los mil y un nombres de obras y autores, y un reconocimiento a las diversas y bienvenidas influencias para entregar un libro redondito. No están todos, claro, sería un imposible, el libro no es una nómina de artistas. Como dice Lugrín luego de mencionar a mujeres y hombres de las danzas, “faltan carradas de nombres del antes y del ahora ”. Lo que busca y consigue el autor es señalar ese mundo en ebullición donde todos sin excepción despliegan sus artes; de la brava payadora Liliana Salvat a los cautivadores Hermanos Cuestas, de Ricardo Zandomeni a Miriam Gutiérrez, de María Silva y María Luz Erazun a los Benítez Ríos, de los pianos de Silvia Tejeira y José Bulos a los acordeones de Marcia Müller y Miguel González, por dar algunos nombres. De los gurises de hoy a los abuelos, pasando por aquellos que nos sorprendieron hace poquito con su adiós como el saucelunero Roque Mario Erazun o el mariagrandense Juan Cabral, nada menos.
Lugrín ha puesto los ojos y los ejes en estilos panzaverdes y por eso se repite con Linares Cardozo, Abelardo Dimotta, Maciel Varela, Víctor Velázquez, Miguel Martínez, Aníbal Sampayo, Carlos Santa María como símbolos ya de un cancionero inagotable en artes y artistas. El autor y su compañerada van por los aspectos singulares de la música regional, y ven allí una intersección del territorio guaraní del litoral y las pampas rioplatenses. Y una confluencia también de culturas dentro de la biodiversidad, si desde la portada misma está mostrando, gracias a los trazos de Martín Bianchi, una guitarra enredada en el cardenal, una palmera aflorando en el acordeón. En este logro de recrear un ambiente, nadie queda afuera.
Un centenar de fotos intercaladas en la obra dan para un capítulo aparte. Esa mirada entre el experimentado Jorge Méndez y el niño Natanael Muller, ese aparente contraste entre el rostro autóctono de un Zurdo Caballero y un gringuito llamado Amaro abrazado por la verdulera; esos grupos de antaño, esos pioneros cuyos rostros en verdad no conocíamos, esos ensambles de ayer nomás. Y acompañados por una prosa poética que hace del libro una obra singular, con investigaciones, historias, versos, interpretaciones y hondas reflexiones para resaltar una vida, para plantear un interrogante.
Este libro que Lugrín esta presentando en sociedad es un ensayo singular, lleno de sorpresas para el lector ávido, y cumple desde el vamos con su pretensión de disolver fronteruchas. ¿Es un libro de música? ¿De poesías? Es eso, y es una pintura del pueblo que canta, y un antídoto ante la epidemia de uniformidad, desde una actitud que no desprecia la academia pero sobrevuela sus tapiales, una actitud que no se deja enredar en los tan frecuentes menosprecios.
Hay referencias a payadores y payadoras, a distintos ritmos, a solistas del canto y la guitarra y el piano, a conjuntos; también están presentes los tambores africanos de Paraná, el encuentro de especies musicales, los modos antiguos de las interpretaciones que cambiaban según el estado de ánimo que percibieran en la audiencia. Un capítulo aborda las temáticas recurrentes en la región: el paisaje, el amor, la nostalgia, las luchas, los oficios, los personajes del pueblo.
El autor transcribe décimas, coplas, con sentidos hondos que llevan un rato masticar y degustar. “Tengo un amigo costero que sabe de la gauchada y si caza algún capincho siempre me trae una manta”, dice el “Poni” Rosález y como sin querer nos da una pista del alma islera. “Soy un paisano medido, con pocas cosas me arreglo, pa’ lo poco que preciso me sobra con lo que tengo”.
En la misma línea Federico Gutiérrez, cuando habla de su abuela Faustina: “torta asada y pan casero pa’ los suyos y convidó”. Antigua hospitalidad entrerriana viva en sus intérpretes.
Por ahí resalta la sencillez de los artistas de monte adentro para contar historias. “Este tango montielero que se bailaba a lo ancho hacía temblar los ranchos en la Colonia Argentina”, dice Zandomeni. O la sabiduría de un “Gallina” Alsina en su perdurable “No sé si un día”. “Dejar lo grande por lo querido, darme descanso de lo imponente”.
Temas, nombres, testimonio, relatos, puntas para desenredar otras madejas, hacia la poesía, la música, el cancionero, la idiosincrasia, en suma. El autor en más de una página muestra miradas diversas sobre un asunto, con espíritu crítico en torno de las influencias del poder económico o político, y de la estandarización comercial sobre las artes nativas. Lo hace con la misma claridad conque compuso con Juan Martín Caraballo el chamamé “Se fueron yendo”, donde relata la retirada de la biodiversidad y la cultura, si en la tala rasa se marchan incluso los lirismos de la canción.
Lo que hacemos en esta columna es apenas un convite a leer el libro. Hay que leerlo, hay que escucharlo, hay que sentirlo y sabiendo que es una degustación. Pocos como el Guille Lugrín o el paceño Mange Casis pueden redondear así un panorama del cancionero y hacernos esta gauchada para conocernos.
Estamos ante una compilación extraordinaria de las artes, una comprensión que nos humecta por la vista, el oído, el corazón, y potencia la obra del Movimiento De Costa a Costa para facilitarnos la entrada a un universo inagotable.
Los diversos capítulos de “La Canción del Mundo Entrerriano” merecen otro espacio. Los interesados pueden consultar en las redes, www.decostaacosta.com.ar, o en Instagram: de.costaacosta. A manera de introducción nomás aquí elegimos un mano a mano con Guille Lugrín sobre su amor por la cultura del Litoral.
—¿Desde cuándo estás consustanciado con el cancionero regional?
—Yo nací en los ’80, mi infancia fue en un momento de auge de la chamarrita y ya por ahí en declive, en los ‘90. Mi madre tocaba la guitarra y cantaba, son recuerdos difusos de la niñez que tengo que ir rastreando. Mi vinculación ya consciente con ánimo de investigar, aunque no con mucha sistematización, surgió en 2004 cuando me fui a vivir a Buenos Aires. Siendo siempre un melómano y un ferviente curioso de la canción, de la cancionística, o sea, la unión de un texto y una música, advertí la semejante ignorancia que tenía sobre la música de mi tierra. Ahí fui arrancando, con mucha hambre; era comprar discos, tratar de rastrear los nombres. Desde lo más conocido, para desentrañar la música nuestra y vincularla a distintos hechos sociales, culturales, de nuestra historia.
—¿Cómo has conocido los ritmos, las melodías, las letras, las composiciones, y también a los artistas mismos?
—Ir a una disquería a comprar un disco doble de Los Hermanos Cuestas, de grandes éxitos. Empecé desde cero en el sentido de la investigación. Es algo que estaba al alcance de cualquiera, reconocer viejos temas, rastrear los nombres que aparecían. Y después vincularme de manera personal. El encuentro con José Castro, el Chamarritero, que no sólo es de mi pueblo sino que además es de mi barrio… Apareció un guitarrista que me dijo mirá, este es Miguel Martínez, el Zurdo. Ahí se me abrió un mundo. Porque a Linares Cardozo y a mucha gente que venía descubriendo se sumó la guitarra del Zurdo, de ahí a Walter Heinze hay un paso; pero principalmente el Polo Martínez y Marcelino Román fueron para mí un gran descubrimiento. Esa dupla. Acercarme. Y descubrir por primera vez la música de Abelardo Dimotta allá en Buenos Aires, encontrarme con Ata Puchulu que estaba en lo mismo que yo, tratando de rastrear; estudiaba música popular en la Escuela de Música de Avellaneda. Encontrarme con Pico Silva, el Tatú Harispe, allá en Buenos Aires. De a poquito cada uno de estos nombres traía consigo muchos otros nombres y canciones y la cosa se iba poniendo vivencial. Hasta que después nos conocimos con Facundo Torresán por aquí y empezamos a ver los referentes del pueblo en Concepción del Uruguay. En 2012: De Costa a Costa. Un puñado de 17, 18 personas, cada uno traía su pedacito y empezamos a armar este mapa musical. A darle una forma a algo que ya existía, a tratar de clasificar, de comprender de otra forma el mapa del cancionero.
—¿Qué has podido coleccionar de las creaciones nuestras? Digamos en calidad y cantidad
—Allá por 2008 o un poquito más tarde, ni bien pude comprarme la primera computadora empecé a armar mi archivo de música. Todo lo que estaba en discos y todo lo que se podía descargar que era mucho más que ahora, curiosamente (antes de aquella ley que prohibió la divulgación de la música), fue a parar a un archivo. Ese archivo tiene más de setenta artistas. En el caso de los nombres grandes como Víctor Velázquez, Miguel Martínez, Abelardo Dimotta, tenemos la discografía completa. Es un archivo digital que durante muchos años grababa en viejos DVD porque tenían mayor capacidad de almacenamiento. Y los iba dejando en distintas radios para que se pudieran repartir y hacer escuchar. Hoy por hoy están disponibles en plataformas como Youtube a través de videos. No para descargar pero sí escuchar on line. Que es lo que permite monetizar y que alguien cobre. Seguro que los artistas no cobramos, pero alguien cobra por nosotros. Es otra de las cosas que hemos perdido, la posibilidad de venderle el disco a una persona, hoy todo va a parar a las plataformas donde se licúa y se diluye todo. Y capaz que hay que esperar uno o dos años para ganar diez dólares, veinte dólares. O sea: la nada.
—¿Cómo podemos ir actualizando esta colección para que no se pierda?
—La colección se va actualizando. Yo lo centro en lo mismo que es nuestra investigación desde De Costa a Costa, lo que consta en el libro que acabo de publicar, que tiene que ver con aquellas especies musicales que lograron características aquí y que no casualmente son una mezcla entre la cultura del Río de las Plata y la litoraleña, como es nuestra situación geográfica. Estilo, milonga, chamamé, chamarrita, tanguito montielero. Después hay rasguido doble, huellas, pero las que más han arraigado en distintas épocas y distintos procesos han sido estas especies mencionadas. Características populares que nadie sabe dónde surgieron. Mi archivo apunta a esos cánones, gente que interpreta de esa forma. Por ahí si hay un conjunto que toca un estilo más bien tarragosero no se incluye en este archivo de música que tiene que ver con el estilo de chamamé entrerriano. Por supuesto que todas las cosas tienen valor, que se entienda bien, pero esto esta orientado a las cuestiones estilísticas.
Se va actualizando, con colaboradores de toda la provincia. Gente de Nogoyá, María Grande, en distintos lados hay personas que van digitalizando y me acercan.
—Con tu colección y la que tienen otros músicos y periodistas de programas musicales, ¿podríamos tener, quizá un poco desarticulado, un gran museo vivo de música regional?
—Podríamos tener un museo vivo, sin dudas. Hay que juntar algunas piezas. El Museo de la música tiene mucho material. La gente de Bovril. Hay mucho en lo que fue el Amper, el archivo musical de la provincia de Entre Ríos; este archivo que podríamos decir que pertenece a De Costa a Costa, y a quien quiera escuchar porque está a disposición, pero es parte del colectivo; más otras colecciones privadas en las que hay que indagar y poder juntar. Sería muy importante y se puede hacer.
—¿Si tuvieras que elegir un álbum que consideres una reliquia?
—Hay un disco que me rompió la cabeza, que se llama “La personalidad de Abelardo Dimotta”, de 1975, sello Parnaso, donde Abelardo presenta una de las formaciones más sólidas, mejor arregladas; Luján tiene una cúspide dentro de su canto, su interpretación. Allí figuran Tagüé rapé, Mis lares, Alondra dormida, Chamarrita campechana, unas versiones increíbles. Podría nombrar otro álbum que es el de Marta y Amílcar, realmente escucharla a Marta, es el único disco que tienen, con la participación de Pocho Vittori. Y hay un disco de “Memoria de los Pueblos”, ese gran conjunto de Colón, donde está “Quelo” Espinoza en el acordeón, el poeta Walter Ocampo en los recitados, de sus propias poesías mayormente, y un trío con Alcibíades Larrosa que hacía la música, en la guitarra, el flaco Rodríguez una de las voces, y la primera inconfundible e inigualable de “Nani” Forclaz. Cantores como Nani ha habido pocos. Una voz única.
Guille Lugrín: La Canción del Mundo Entrerriano a todo color
—Nombremos cinco clásicos de las músicas que conviven en Entre Ríos desde hace más de un siglo
—Cinco clásicos, a su forma bien podrían ser Peoncito de estancia, Coplas Felicianeras, de Linares; El carretel, de Dimotta, un chamamé; Lágrimas de madre, estilo polkeado de Maciel Varela; La primavera, de Víctor Velázquez, una milonga más bien surera dentro de su estilística pero es parte del cancionero. Y quizá dos temas cantados, Facilón de adivinar de Gallina Alsina, y Tagüé rapé, con la letra del correntino Luis Mendoza y la música del gran fuelle de La Paz Francisco Pancho Casís.
—¿Y músicos de pagos chicos, un poco desconocidos fuera de su comarca, como el “Zurdo” Caballero?
—En el libro relato unos capítulos con diez poetas para cantar o leer, diez duplas compositivas, diez cantautores, y diez artistas imprescindibles. Alguien que hace algo con una calidad excelsa, o de una manera tan particular que logra en sí mismo un valor cultural imprescindible. La voz de María Silva la transforma en una artista imprescindible. Con su discografía, sus participaciones. Pero también pueden ser imprescindibles “Cotolo” Caballero de Nogoyá, Omar Argentino Leguizamón de Victoria. A Cotolo lo conocí pasando el dial, sentado en el auto, escuchando una radio de cumbia de barrio. Pasaron un tema, yo dije esta es una grabación de Carlos Vega del año 42, no lo puedo creer, y de golpe el hombre habla, estaba en vivo, y le agradecían. Fui, rastreé su casa, montoyero por nacimiento, siete oficios. Había recorrido toda Santa Fe, todo el conurbano bonaerense, y había vuelto a vivir a Nogoyá, como albañil de panteones en el cementerio. Cotolo tocaba con dos dedos, con ese toque uñero, característico, capaz de tocar un chamamé totalmente bailable. Me viene a la memoria Cirilo Cabrera, de La Verbena, departamento Feliciano, otro hombre que con la guitarra puede hacer bailar tranquilamente a la gente. Son personas que aprendieron el oficio, que es difícil: acompañarse, que suenen los bajos, que estén los zapateos, cantar las melodías… Cotolo lo hacía, además cantaba, y además con sus propias letras, sus músicas, lo mismo que Omar Argentino Leguizamón, compositor, de las entrañas mismas de nuestra gente. Esos también son imprescindibles, esos músicos de pueblo, ambos fallecidos ya, y hay muchos más; o si vamos para el lado del acordeón, Abelardo Noguera de los pagos de Avigdor, tocando un chamamé de Moncho Píriz, yo lo he subido a youtube, estamos muy cerca de la zona de Mojones. Uno escucha y son perfectas composiciones dimotteras. Hay mucha gente así, por suerte a algunos los he grabado y los he subido a las plataformas.
—Los argentinos solíamos cantar a coro Zamba de mi esperanza, Lunita Tucumana, Paisaje de Catamarca, Luna cautiva… ¿cuáles son los clásicos de Entre Ríos que cantamos a coro?
—Creo que hay ejemplos de aquel boom de la chamarrita en los años 70 y 80, como Coplas felicianeras, esa parte cantadita de los interludios, y pienso que van a surgir nuevas canciones. Soy entrerriano podría ser un himno de la provincia, Puerto Sánchez, Merceditas con todas las características, los condimentos, del chamamé entrerriano; Canción para don Pedro…
—¿Crees que Soy entrerriano de Linares podría ser nuestro Himno?
— Soy entrerriano bien podría ser un himno porque refleja la naturaleza, las raíces ancestrales, nuestra forma de ser. Hubiera preferido que se cante Soy entrerriano, con sus valores, con su tono menor y su relativo mayor en el estribillo y no que se aborte esa posibilidad de que esté en las escuelas, en todos lados.
—Contanos de tu vida en Buenos Aires y tu decisión de volver al pago.
—Fue parte de los procesos y los intereses que uno tiene en la vida. Un día me encontré con el tango, me puse a bailar tango, y le di para adelante, me fui a Buenos Aire, viajé mucho por distintas partes del mundo, fue mi oficio; y en ese momento me encontré con el chamamé, la chamarrita, la milonga, y decidí volver a Entre Ríos porque necesitaba estar al lado de un acordeón y acompañar con un guitarrón; en definitiva lo que buscaba era lo mismo, siempre me interesó la música argentina o del Río de la Plata o del Litoral, tratar de desentramarla. Cuando bailaba me pasaba lo mismo, trataba de ver las raíces, qué hace en una danza popular esto que es hoy, cuáles fueron los procesos. Uno ponía en la balanza algo que me había llegado pero en algún punto era relativamente externo como el tango, y la música entrerriana que tenía internalizada, en cada vivencia, cada mirada, cada tarde en el río, y claro: no pude desprenderme más. Siempre fui el mismo buscador, pero cuando encontré lo que definía mi historia, la historia de mi familia para atrás y para adelante, no me pude mover más de ahí. Y acá estoy, hace 18 años, pensando de manera individual y colectiva , pensando y repensando nuestra música, por qué esta poesía, cómo es la constitución social, poética, musical de nuestro cancionero.
Me motivó estar cerca de lo que quería reaprender…. Cuando ando por Entre Ríos y veo una viznaga pienso en la chamarrita de Linares, ‘ay si fuera como vos viznaguita mi cantar pa’arrimarle un calorcito a mi pueblo litoral’ … Las viejas calentaban el horno para el pan con esa leña del pobre… aquí tengo la canción que redondea todo el paisaje, lo llena de contenido, de símbolos; que me hace soñar con querer comprenderlo, difundirlo, que todos podamos vivir bajo al amparo de la cultura para entender de otra forma a nuestra tierra, a nuestros pares, con quienes compartimos este cielo, estos ríos.
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